domingo, 23 de agosto de 2009

Legado comunista por Sylvina Walger

En la Rusia de Stalin la más sangrienta de las purgas se desencadenó en 1937. Época conocida como el Gran Terror, para el pueblo ruso es simplemente el “37” con sus 700 mil ejecutados y dos millones de encarcelados, La base ideológica, y propagandística, del Gran Terror se resumía en un concepto: Entorno hostil, búsqueda histérica de enemigos en el extranjero y de una quinta columna en el país. Moldes que se derramaron sobre toda la Europa comunista.

A poco de caer el comunismo, una encuesta de Gallup internacional mostró que los pueblos de Europa del Este y del centro eran los más escépticos frente a la democracia. No es que fueran antidemocráticos pero no creían en la separación de poderes y eran –y posiblemente lo sean aún– pasto para los populismos de toda especie. El legado de la cultura política que dejó el comunismo, es que al opositor no se lo considera alguien con quien se discute o negocia, sino un enemigo al que hay que destruir. Los argentinos asistimos diariamente a la no resolución de este dilema. Aunque uno de los países a los que parece costarle más romper con este esquema es Rumania.

Entre 1945 y 1989 el país fue gobernado dictatorialmente por una pareja diabólica, Nicolae Ceausescu y su señora, Elena Petrescu. Durante todos esos años el país fue un gran campo de concentración. Además de los campos de trabajo había 61 locales de interrogatorios, 44 cárceles, 63 centros de deportación. Una dictadura sangrienta por la que nadie aún ha sido condenado. Es lo único que explica que el año pasado el Senado aprobara una ley, promovida por un partido ultranacionalista, que obliga a dar noticias felices.

Ceausescu nació en 1918 en el seno de una familia de diez hermanos, en la aldea de Scornitesti, Rumania. Era gente muy pobre y Nicolae, un adolescente semianalfabeto de 15 años, comenzó como ayudante de zapatero. Por la noche asistía a los cursos de marxismo que organizaba el muy revolucionario hijo de su patrón. Fue en las manifestaciones comunistas de Bucarest de 1939 donde conoció a Elena Petrescu, su alma gemela. Nacida también en una familia humilde que tenía una fonda. Elena fue obrera textil y ayudante de laboratorio, curriculum que el régimen adornó con el título de “científica de formato universal”, con títulos y honores de “ingeniera, doctora y académica”. La verdad era otra, Elena Petrescu no logró aprobar la primaria.

Su extraña personalidad llamó la atención de propios y ajenos: obsesión por el poder político, prefabricado perfil académico y amor por la frivolidad. Así y todo logró ser reconocida en el Partido Comunista rumano como la esposa “inteligente” de uno de los principales líderes del nuevo régimen. En 1965 su esposo fue electo jefe de Estado de Rumania y se convirtió en el “conducator” (conductor). Ella cumplió su sueño de ser Primera Dama de la Nación para pasar luego a Viceprimera Ministra.

Autora de un tratado sobre la química de los polímeros, éste fue promovido internacionalmente por el Gobierno. Muchos miembros de la Academia de Ciencias de Rumania tenían la obligación de recoger datos de las revistas internacionales especializadas y pasárselos en informes convenientemente preparados para que ella pudiese entenderlos.

A partir de ese momento y hasta 1989 (año en que el matrimonio fue obligado a abandonar este valle de lágrimas), la científica del Instituto Químico de Bucarest se alzó como uno de los principales verdugos del régimen. Como esposa del líder y Viceprimera Ministra, poseía el control del aparato represivo del gobierno y se encargaba de exterminar a los políticos de la oposición y a miles de civiles en las principales ciudades del país. De sus fusilamientos no se puede decir que fueran solamente mediáticos…

Era conocida la expresión con que se dirigía a sus acólitos “…estas gentes son ratas y a las ratas hay que exterminarlas…”. Entre otras naderías se le atribuye el hecho de ordenar inyectar a varios niños huérfanos el virus de Sida, para probar en ellos una cura contra la enfermedad. En las memorias de Ion Pacepa, jefe de la Securitate (los servicios de Rumania), que un día se hartó y se refugió en Estados Unidos, éste la describe como alguien de la que había que cuidarse y mucho. Vengativa y vulgar, exigente y vanidosa. Encargada de vigilar a la nomenclatura se deleitaba escuchando las grabaciones que transcurrían en las alcobas de sus funcionarios. Una de las misiones de Pacepa era acumular joyas, –pagadas por el Estado, claro– y hacerle obtener los diplomas “honoris causa” de las universidades extranjeras más prestigiosas. Sus súbditos no olvidaron sus gustos aristocráticos. Su exclusiva colección de abrigos de piel y sus lujosos palacios de mármol de Carrara. Dos de sus pasiones que la llevaron a la muerte, en un país donde su nombre era frecuentemente comparado con el legendario Conde Drácula de Transilvania. Para muchos, Elena se había alimentado con la sangre del pueblo de Rumania.

Si como gobernanta fue una película de terror, como hija tuvo algún gesto que otro. Así fue como alojó a su anciana madre, Alexandra Petrescu, en el palacete de Primavera en Bucarest, con mayordomos y doncellas a su servicio. Según sus cuentos, la anciana no era difícil de complacer. Pasaba los días sentada en su mecedora favorita entregada a sus dos pasiones: los cigarrillos búlgaros (que encendía con la colilla del que estaba a punto de terminar) y el vodka ruso, único licor que descansaba –en cantidades industriales– en las bodegas de la residencia.

En el apuro de la huida la hija olvidó a su madre. La anciana fue encontrada por los revolucionarios 48 horas después del derrocamiento de su yerno, escondida debajo de su cama, deshidratada y con síndrome de abstinencia. En su habitación el olor a putrefacción y la suciedad eran irresistibles y la anciana no sabía precisar su edad. Mientras agonizaba en un hospital de Bucarest, la viejita se atrevía a aventurar que andaba entre los 97 y los 103 años.

“En política interior era un dictador tiránico, pero en política exterior era un genio”, escribió Pacepa. Había logrado ganarse la simpatía de Occidente al haberse salido del Pacto de Varsovia, condenado la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968.

Un instrumento útil para evaluar las incoherencias, desastres y locuras del régimen son la arquitectura y el urbanismo. Luego de visitar China en 1971, el conducator volvió con la idea fija de la arquitectura. Empiezan los trabajos faraónicos en la antigua Bucarest. Uno de los megamonumentos que mandó construir es La Casa Poporului, Casa del Pueblo. El segundo edificio más alto del mundo después del Pentágono. Para eso arrasó barrios históricos y desplazó a miles de personas. Los rumanos han acuñado una palabra que define el destrozo: “ceaushima” (mezcla de Ceausescu con Hiroshima). Toda la economía del país, la vida cotidiana se sometieron a este delirio arquitectónico y urbano. Una explicación a la falta de hospitales, escuelas o autovías. Diez años antes de su derrocamiento Nicolae orillaba la demencia. En 1978 quería un aparato que le permitiera saber que hacían 10 millones de rumanos. También exigió que cada rumano entregara una muestra de su escritura a fin de identificar a los audaces que escribían a Radio Free Europa en Munich, para denunciar su dictadura.

El 25 de diciembre de 1989, Elena y su esposo fueron condenados a muerte por un tribunal creado ex profeso. En juicio sumario fueron acusados, entre otros cargos, de genocidio (más de 60 mil víctimas) y daño a la economía nacional. Ejecutados en un cuartel militar en Târgoviste, el suceso fue transmitido por las cadenas de televisión rumanas. Como dato curioso, para cada bala que recibió Nicolae, ella recibió 10. Intervinieron 80 soldados y sus cuerpos recibieron 120 impactos de bala, según declararon al diario francés Le Figaró, miembros del Comité Ejecutivo del Frente de Salvación Nacional.

El fin de la familia más poderosa dejó la tradicional señal de los regímenes dictatoriales: Rumania se había convertido en uno de los países más pobres de la región. Durante los años 80 la impopularidad de Elena Ceausescu era gigantesca. Especialmente por su apoyo a las masacres de la minoría étnica (los roms o gitanos) y por el respaldo absoluto a la brutal explotación de la fertilidad de la mujer rumana. Ella fue una de las arquitectas del “proyecto 8 hijos por cada madre de familia”, Una política que llevó a millones de rumanos a la mendicidad y a 500 mil las muertes por abortos clandestinos.

Clasificada junto con Bulgaria, como los dos países más corruptos de la Unión Europea, Rumania no logra revisar su pasado y convive hasta hoy con sus torturadores.

fuente: http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=29573

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