sábado, 23 de enero de 2010

El Testamento de Lenin 1 por León Trotsky-


31 de diciembre de 1932



Testamento de Lenin

Carta dirigida al Comité Central del Partido Comunista (b) de la URSS



25 de diciembre de 1922



Al recomendar la estabilidad del Comité Central, quiero decir que se adopten medidas para impedir una escisión, hasta el punto en que estas medidas puedan adoptarse. El Guardia Blanco de Russkaya Mysl tenía razón cuando en su juego contra la Rusia Soviética contaba en primer tér­mino con la esperanza de una escisión en nuestro partido y esperaba, en segundo lugar, que esta escisión se produje­ra por graves discrepancias internas.

Nuestro partido se apoya en dos clases, lo cual hace posible su inestabilidad, y si no existe armonía entre ambas clases su derrumbamiento es inevitable. En tal caso sería inútil adoptar ninguna medida ni discutir, en general, la estabilidad de nuestro Comité Central. En tal caso, ninguna medida serviría para impedir una escisión. Pero confío en que este acontecimiento es demasiado improbable y demasiado remoto para ponerse a hablar de ello.

Considero la estabilidad como una garantía contra la escisión en un futuro próximo, y voy a hacer aquí una serie de consideraciones de carácter puramente personal.

Creo que el factor fundamental en la cuestión de la estabilidad lo constituyen –desde este punto de vista– los miembros del Comité Central Stalin y Trotsky. Las relaciones existentes entre ambos representan, a mi juicio, más de la mitad del peligro de esa escisión, que puede evitarse; esto puede conseguirse, a mi parecer, elevando a cincuenta o cien el número de miembros del Comité Central.

Al pasar a ser secretario general, el camarada Stalin ha concentrado en sus manos un poder enorme, y no estoy seguro de que sepa emplearlo siempre con suficiente discreción. Por otra parte, el camarada Trotsky, como ha demostrado en su lucha contra el Comité Central a propósito de la cuestión del Comisariado de Vías de Comunicación, se distingue no sólo por sus excepcionales facultades (personalmente es, a buen seguro, el hombre más capacitado del actual Comité Central), sino también por su excesiva confianza en sí mismo y su propensión a dejarse atraer demasiado por el aspecto puramente administrativo de las cuestiones.

Estas distintas cualidades de los dos jefes más capacitados del actual Comité Central, podría conducir impensablemente a una escisión. Si nuestro partido no adopta medidas para evitarlo, la escisión puede producirse de modo inesperado.

No caracterizaré a los demás miembros del Comité Central por lo que respecta a sus cualidades personales. Únicamente he de recordar que el episodio de octubre de Zinoviev y Kamenev no fue en modo alguno casual; pero, al igual que el no bolchevismo de Trotsky, no debe usarse como un arma personal.

Respecto de los miembros más jóvenes del Comité Central, diré unas palabras sobre Bujarin y Piatakov. Ambos son, a mi juicio, las fuerzas más capacitadas entre los jóvenes, por lo que a ellos respecta es necesario tener en cuenta lo siguiente: Bujarin es no sólo el teórico más valioso y más grande del partido, sino que puede considerárselo también, legítimamente, como el favorito de toda la organización, pero sus opiniones teóricas no pueden considerarse sino con grandísimas reservas como plenamente marxistas, pues tiene algo de escolástico (nunca ha asimilado la dialéctica, ni creo que la haya comprendido nunca del todo).

Piatakov es un hombre que se distingue indudablemente por su voluntad y su competencia; pero se entrega demasiado a la administración y al lado administrativo de las cosas para poder fiarse de él en una cuestión política seria.

Claro está que estas observaciones sólo tienen validez en el momento actual o en el caso de que estos dos competentes y leales obreros no encuentren ocasión de perfeccionar sus conocimientos y rectificar su espíritu unilateral.





Posdata: Stalin es demasiado rudo, y este defecto, del todo tolerable en las relaciones entre comunistas, resulta intolerable en el cargo de secretario general. Por lo tanto, propongo a los camaradas que vean el modo de retirar a Stalin de este puesto y nombren a otro hombre que lo supere en todos los aspectos, es decir, que sea más paciente, más afable, más leal y atento con los camaradas, menos caprichoso, etc. Estos detalles pueden parecer una bagatela insignificante; pero creo que si se piensa en evitar una escisión y si se tienen en cuenta las relaciones existentes entre Stalin y Trotsky, que ya he examinado, no son una bagatela, o son al menos una bagatela que puede llegar a adquirir una importancia decisiva.

Lenin, 4 de enero de 1923





La época de posguerra trajo consigo una gran discusión de la biografía psicológica. A menudo los maestros de este arte arrancan de cuajo las raíces que unen a su personaje al ambiente social. La fuerza motriz fundamental de la historia es atribuida a una abstracción: la personalidad. La conducta del “animal político” –como brillantemente definió Aristóteles al hombre– es desintegrada en pasiones e instintos personales.

La afirmación de que la personalidad es algo abstracto puede parecer absurda, ¿lo realmente abstracto o son las fuerzas súper-personales de la historia? ¿y puede haber nada más concreto que un hombre vivo? No obstante, insistimos en nuestra afirmación. Si se despoja a una personalidad, aún a las más ricamente dotadas, del contenido que en ella introduce el medio, la nación, la época, la clase, el grupo, la familia, quedará un autómata vacío, un robot psicofísico, un objeto digne de las ciencias naturales, pero no de la ciencia social o “humana”.

Las causas de este abandono de la historia y de la sociedad deben buscarse, como siempre, en la historia y en la sociedad. Dos décadas de guerras, revoluciones y crisis ha dado una mala sacudida a esta soberana personalidad humana. Para pesar una cosa en la escala de la historia contemporánea debe ser medida en millones. Por eso esta ofendida personalidad busca el modo de vengarse. Incapaz de competir en las turbulencias de la sociedad vuelve a ésta su espalda. Incapaz de explicarse a sí misma mediante el proceso histórico, intenta explicarse la historia a partir de las personalidades. De este modo los filósofos hindúes construyeron sistemas universales contemplándose el ombligo.



La escuela de psicología pura

La influencia de Freud sobre la nueva escuela biográfica es innegable pero superficial. En esencia, estos psicólo­gos de salón tienen una tendencia hacia la irresponsabili­dad literaria. Más que el método, emplean la terminología de Freud, y no tanto para el análisis, sino como ornamen­to literario.

El representante más popular de este género, Emil Ludwig,2 ha dado en una de sus más recientes obras un nuevo paso en el camino elegido: ha reemplazado el estu­dio de la vida y la actividad del héroe por el diálogo. Tras las respuestas del estadista a las preguntas que se le for­mularan, tras de su entonación y sus gestos, el escritor descubre los motivos reales de aquél. La conversación se convierte casi en una confesión. En su técnica, el acer­camiento de Ludwig al héroe sugiere la interpretación de Freud respecto de su paciente: es cuestión de sacar a luz la personalidad con la propia colaboración de ésta. ¡Pero, con toda esta semejanza externa, cuán diferente es en su esencia! La eficacia de la tarea de Freud se logra al pre­cio de una heroica ruptura con toda clase de convenciones. El gran psicoanalista es despiadado. En el trabajo es como un medico como un carnicero en mangas de camisa. Podrá decirse lo que se quiera, pero en su técnica no hay el menor rastro de diplomacia. Lo que menos le preocupa es el prestigio de su paciente, consideraciones de buena forma o cualquier otra clase de notas o galas fingidas. Por esta razón sólo puede realizar su diálogo frente a frente, sin secretarios ni taquígrafa, tras de paredes acechadas.

Ludwig no obra del mismo modo. Inicia una conversa­ción con Mussolini o Stalin con el propósito de ofrecer al mundo un auténtico retrato de sus almas. Y aun así toda la conversación se desarrolla con arreglo a un plan previamente trazado. Cada palabra es tomada por una taquígrafa. El ilustre paciente sabe muy bien lo que puede ser útil o perjudicial en este proceso. El escritor es lo suficientemente experimentado para distinguir las argucias retóricas, y lo bastante cortés para no advertírselo al entrevistado. El diálogo que se desarrolla en semejantes condiciones parece una película parlante, si en verdad no se asemeja a una confesión.

Emil Ludwig tiene razón cuando declara: “No com­prendo nada de política”. Con esto pretende significar: “Yo estoy por sobre la política”. En realidad, es una mera fórmula de neutralidad personal, o, para decirlo con palabras de Freud, es esa íntima censura que hace más fácil al psicólogo su función política. De idéntica manera los diplomáticos no intervienen en la vida interna del país ante cuyo gobierno están acreditados, lo cual no les im­pide en ciertas ocasiones apoyar conspiraciones y finan­ciar actos de terrorismo.

La misma persona desarrolla, en diferentes condiciones, distintos aspectos de su política. ¡Cuantos Aristóteles son un hato de cerdos y cuantos criadores de cerdos lucen una corona en la cabeza! Pero Ludwig puede resolver fácilmente hasta la contradicción entre bolchevismo y fascismo en una simple cuestión de psicología individual. Ni aún el más penetrante psicólogo podría adoptar impunemente tan tendenciosa “neutralidad”. Haciendo a un lado las condiciones sociales de la humana, Ludwig se interna en el reino del mero capricho subjetivo. El “alma” no tiene tres dimensiones, y por eso es incapaz de la resistencia propia de todos los otros materiales. El escri­tor pierde su afición al estudio de hechos y documentos. ¿Para qué usar estas evidencias desteñidas, cuando pueden ser remplazados por ingeniosas conjeturas?

En su libro sobre Stalin, así como en el dedicado a Mussolini, Ludwig permanece “ajeno a la política”: Pero esto no impide por lo menos que su obra se convierta en un arma política. ¿Un arma política de quien? En un caso, de Mussolini; en el otro, Stalin y su grupo. La naturaleza tiene horror al vacío. Si Ludwig no se ocupa de la política, ello no quiere decir que la política no se ocupe de Ludwig.

Cuando se publicó mi autobiografía, hace unos años, el historiador oficial soviético Pokrovsky, ahora fallecido, escribió: “Debemos responder inmediatamente a este libro, encomendando a nuestros jóvenes investigadores la tarea de refutar todo cuanto pueda refutarse”, etc. Fue sorprendente que nadie, absolutamente nadie respondiera. Nada fue analizado, nada se refutó. No había nada que refutar y nadie podía ser capaz de escribir un libro que los lectores censuraran.

Como el ataque frontal fue imposible, hubo que recurrir a un movimiento lateral. Por supuesto Ludwig no es un historiador de la escuela de Stalin. Es un retratista psicológico, independiente. ¡Pero un escritor ajeno a toda política puede ser el medio más conveniente para poner en circulación ideas que no logran encontrar apoyo a no ser amparada por un nombre popular!



Seis palabras

Emil Ludwig cita el relato del siguiente episodio, na­rrado por Karl Radek, y lo hace a título de testimonio de éste.

“Después de la muerte de Lenin nos hallábamos reuni­dos nueve miembros del Comité Central, aguardando ansiosamente saber lo que desde la tumba decía nuestro perdido líder. La viuda de Lenin nos entregó una carta. Stalin la leyó. Nadie se movió durante la lectura. Al hacer referencia a Trotsky surgieron estas palabras: ‘Su pasado no bolchevique que no es accidenta’. A esa altura Trotsky interrumpió la lectura y preguntó: ‘¿Qué dice allí?’ La frase fue repetida. Estas fueron las únicas palabras pronunciadas en ese solemne momento”.

Y entonces, en su condición de analista y no de narra­dor, Ludwig hace por su propia cuenta el siguiente co­mentario: “Un terrible momento, en el que el corazón de Trotsky debe de haber dejado de latir; esta frase de seis palabras determinó de manera esencial el curso de su vida”. ¡Cuán simple parece hallar una clave para todas las encru­cijadas de la historia! Estas suntuosas líneas me habrían sin duda revelado el secreto de mi destino... si la historia de Radek‑Ludwig no fuera falsa del comienzo hasta el fin, falsa en las pequeñas y grandes cosas, en lo impor­tante y en lo intrascendente.

Por empezar, Lenin no escribió su testamento dos años antes de su muerte, como afirma el autor, sino con un año de anticipaci6n. Fue fechado el 4 de enero de l923; Lenin falleció el 21 de enero de 1924. Su vida política se había destrozado por completo en marzo de 1923. Ludwig habla como si el testamento nunca hubiera sido publicado íntegro. Sin embargo, ha sido impreso innume­rables veces, en todos los idiomas, en la prensa de todo el mundo. La primera lectura oficial ocurrió en el Kremlin, no en una sesión del Comité, Central, como escribe Ludwig, sino en una reunión de “notables” del decimotercer congreso del partido, el 22 de mayo de 1924. No fue Stalin quien leyó el testamento, sino Kamenev, en su en­tonces permanente condición de presidente de las insti­tuciones centrales del partido. Y por último –lo cual es muy importante– yo no interrumpí la lectura con una exclamación de asombro: no había motivo alguno para un acto semejante. Las palabras que Ludwig ha escrito al dictado de Radek no se hallan en el texto del testamento. Son una pura invención. Por difícil que resulte creerlo, estos son los hechos.

Si Ludwig no hubiera sido tan negligente cuando se trató de los fundamentos reales de sus pinturas psicoló­gicas, podría sin dificultad haber obtenido un ejemplar del texto exacto del testamento para establecer los he­chos y las fechas necesarias, evitando de este modo los lamentables errores de que desgraciadamente está lleno hasta los bordes su trabajo acerca del Kremlin y los bolcheviques.

El testamento fue escrito en dos períodos, separados por un intervalo de diez días: el 25 de diciembre de 1922 y el 4 de enero del 1923. Al principio sólo dos personas tuvieron conocimiento de él: la taquígrafa M. Volodicheva, que la escribió al dictado, y la esposa de Lenin, N. Krupskaia. Mientras hubo una íntima esperanza de que la salud de Lenin mejorara, Krupskaia mantuvo el documento bajo llave. Después de la muerte de Lenin, no mucho antes del decimotercer congreso, lo entrego al secretariado del Comité Central, para que, por intermedio del Congreso fuera dado a conocer al partido, al que estaba destinado.

Ya para entonces el aparato del partido se hallaba semioficialmente en manos del trío Zinoviev-Kamenev-Stalin; de hecho, en manos de Stalin. La troika se manifestó decididamente en contra de la lectura del testamento en el congreso, por motivos no muy difíciles de comprender. Krupskaia insistió en sus propósitos. La discusión se realizaba entre bastidores. La cuestión fue diferida para una reunión de “notables” del congreso, esto es, los dirigentes de las delegaciones provinciales. Sólo en ese momento los miembros opositores del Comité Central se informaron por primera vez de la existencia del testamento, yo entre ellos. Después de haber tomado la resolución de que nadie tomara notas, Kamenev comenzó a leer el texto en alta vos. El estado anímico de los oyentes era en verdad de suma tensión. Pero en la medida que se pueda restablecer la escena de la memoria, digo que quienes ya conocían el contenido del documento eran incomparablemente los más ansiosos. La troika introdujo mediante uno de sus secuaces, una resolución previamente acordada con los dirigentes provinciales: el documento sería leído por separado en cada delegación en la sesión ejecutiva; en la sesión plenaria no debía hacerse referencia al respecto. Con la suave insistencia característica de ella, Krupskaia arguyó que ello era una violación directa de la voluntad de Lenin, a quien nadie podía negar el derecho de exponer sus últimas preocupaciones al partido. Pero los miembros del “consejo de notables” forzados por el acuerdo fraccionalista, permanecieron obstinados: la reso­lución de la troika fue adoptada por una abrumadora ma­yoría.

Para comprender la significación de las y míticas “seis palabras” que supuestamente han decidido mi destino, es necesario recordar ciertos antecedentes y circunstancias concomitantes. Ya en el período de agudas disputas acerca de la revolución de octubre, ciertos “viejos bolcheviques” del ala derecha habían hecho notar, con disgusto, que Trotsky, después de todo, no había sido antes bolchevique. Lenin se levantó siempre contra esas voces: “Trotsky ha comprendido hace mucho que la unión con los mencheviques es impo­sible –dijo, por ejemplo, el 14 de noviembre de 1917–, y desde entonces no ha habido mejor bolchevique que él”. En labios de Lenin estas palabras tienen algún significado.

Dos años más tarde, explicando en una carta a los co­munistas extranjeros las condiciones bajo las cuales se habían desarrollado el bolchevismo, los desacuerdos y las escisiones, Lenin destaca que, “en el momento decisivo de la conquista del poder y la creación de la República Soviética , el bolchevismo supo atraerse a los mejores elementos entre los que figuraban en las tendencias socialistas más afines a él”. No había ninguna corriente más afín al bolchevismo, ni en Rusia ni en Occidente, que la que yo representaba hasta 1917. Mi unión con Lenin ha­bía sido predeterminada por la lógica de las ideas y de los acontecimientos. En el momento decisivo, el bolchevismo reunió en sus filas “a los mejores elementos de las tenden­cias más afines a él”. Tal fue la apreciación del problema formulado por Lenin. No tengo razón alguna para disentir.

En el transcurso de los dos meses de discusión sobre la cuestión de los sindicatos (invierno de 1920‑21) intentaron nuevamente ponerse en circulación alusiones al pasado no bolchevique de Trotsky. En respuesta, los dirigentes del campo opuesto que menos pudieron reprimirse recordaron a Zinoviev su conducta durante la insurrección de octubre. En su lecho de muerte, pensando en todos los aspectos las relaciones que sin él cristalizarían en el parti­do, Lenin no podía dejar de sospechar que Stalin y Zinoviev procurarían utilizar mi pasado no bolchevique para movilizar a los viejos bolcheviques contra mí. El testamento también trata, incidentalmente, de prever este peligro. He aquí lo que dice inmediatamente después de su apreciación sobre Stalin y Trotsky: “No caracterizaré a los demás miembros del Comité Central por lo que res­pecta a sus cualidades. Únicamente recordaré que el episodio de octubre de Zinoviev y Kamenev no fue en modo alguno accidental; pero al igual que el no bolchevismo de Trotsky, no debe utilizarse como una arma persona.” La advertencia de que el episodio de octubre “no fue accidental” persigue un propósito perfectamente definido: advertir al partido de que en circunstancias críticas Zinoviev y Kamenev podían demostrar de nuevo falta de firmeza. Esta advertencia no se relaciona, sin embargo, con la observación acerca de Trotsky. En cuanto a mí, sencillamente recomienda no usar mi pasado no bolchevique como un argumento ad‑hominem. De ahí que yo no tuviera motivos para formular la pregunta que Radek me atribuye. La hipótesis de Ludwig según la cual mi corazón “detuvo sus latidos” también se desploma por falta de base. Lo que menos se proponía el testamento de Lenin era dificultar mi trabajo dirigente en el partido. Como veremos enseguida, perseguía un propósito exactamente opuesto.



Las relaciones entre Stalin y Trotsky

E1 tema central del testamento, que ocupa dos páginas escritas a máquina, está dedicado a la caracterización de las relaciones entre Stalin y Trotsky, “los dos dirigentes más destacados del presente Comité Central”. Ya subrayadas las­ “excepcionales facultades” de Trotsky, Lenin señala inmediatamente ente sus rasgos negativos: “excesiva confianza en sí mismo” y “propensión a dejarse atraer demasiado por el aspecto puramente administrativo de las cosas”

Por graves que puedan ser en sí mismas las faltas señaladas –subrayo al pasar– ellas no implican relación alguna con la “subestimación de los campesinos” o con la “falta de fe en las fuerzas internas interna de la revolución”, con otra cualquiera de las invenciones de los epígonos de Stalin han echado a rodar en los últimos años­.

Por otra parte, Lenin escribe: “Al convertiste en secretario general, el camarada Stalin ha concentrado en sus manos un poder enorme, y no estoy seguro de que sepa emplearlo siempre con suficiente discreción”.

No se trata aquí de la influencia política de Stalin, que en ese período era insignificante, sino del poder administrativo que había concentrado en sus manos “al convertirse en secretario general”. Es esta una fórmula exacta y cuidadosamente medida: volveremos a referirnos a ella.

E1 testamento insiste sobre un aumento a cincuenta el número de miembros del Comité Central, o bien a ciento, para que tan firme presión pudiera restringir las tenden­cias centrífugas en el Buró Político. Esta proposición organizativa aún tiene la apariencia de una garantía neutral contra los conflictos personales. Pero apenas diez días más tarde a Lenin le pareció inadecuada y agregó una propuesta suplementaria, que dio a todo el documento su definitiva fisonomía: “...propongo a los camaradas que vean el medio de separar a Stalin de ese cargo y nombren a otro hombre que lo supere en todos los sentidos, es decir, que sea más paciente, leal, afable y atento con los compañeros, menos caprichoso...”, etc.

Durante los días en que el testamento era dictado. Lenin aún trataba de dar a su apreciación crítica de Stalin una expresión tan inmesurada como fuera posible. En las semanas siguientes su tono se hizo más y más agudo, hasta la última hora en que su voz cesó para siempre. Pero aun así en el testamento dice lo bastante como para mo­tivar la exigencia de un reemplazo del secretario general: además de rudeza y terquedad, Stalin es acusado de falta de lealtad. A esta altura, la caracterización se convierte en una grave acusación.

Como se verá más adelante, el testamento no fue una sorpresa para Stalin. Pero esto no amortiguó el golpe. En su primer conocimiento del documento, Stalin dejó caer en el secretariado, ante el círculo de sus más íntimos socios, una frase que otorgó una expresión totalmente irreprimida a sus reales sentimientos respecto del autor del testamento. Las condiciones en que esa frase se difundió a círculos más amplios y sobre la calidad de la reacción misma son, a mis ojos, una garantía abso­luta de la autenticidad del episodio. Desgraciadamente tan halada frase no puede ser registrada en letra de molde.

La concluyente sentencia del testamento muestra de manera inequívoca, de que lado residía el peligro con arreglo a la opinión de Lenin. Reemplazar a Stalin –señalada­mente a él y sólo a él– significaba amputarlo del aparato, vedarle la posibilidad de presionar sobre el largo brazo de palanca, privarlo de todo el poder que había concentrado en sus manos desde su cargo. ¿Quién sería designado entonces secretario general? Alguien que, teniendo las condiciones positivas de Stalin, fuera más paciente, más leal, menos caprichoso. Esta fue la frase que hirió más íntima y agudamente a Stalin. Es evidente que Lenin no lo consideraba irreemplazable, desde que proponía que buscáramos una persona más adecuada para el cargo. Presentando su renuncia formal, el secretario general seguía caprichosamente repitiendo: “Bien; realmente soy rudo... llicli sugirió que buscaran ustedes a otro que difie­ra de mí sólo en su mayor amabilidad. Bien, traten de encontrarlo.”. “No importa –respondió la voz de uno de los entonces amigos de Stalin–, no tememos a la rudeza. Todo nuestro partido es rudo, proletario”. Se atribuía indirectamente a Lenin una concepción de salón de la delicadeza. En cuanto a la acusación de deslealtad, ni Sta­lin ni sus amigos tenían una palabra que decir. No carece de interés saber que la voz de apoyo partió de A.P. Siffir­nov, entonces comisario del Pueblo de Agricultura, ahora excomulgado por oposicionistas de derecha. La política no sabe de gratitud.

Radek, que era todavía miembro del Comité Central, estaba sentado a mi lado durante la lectura del testamen­to. Dócil a la influencia de1 momento y falto de discipli­na interior, se enardeció inmediatamente y se inclinó hacia mí con estas palabras: “No se atreverán ahora a emprenderla contra usted”. Le respondí: “Por el contrario, irán hasta los últimos extremos, y además con tanta rapidez como les sea posible”. Los días inmediatamente posteriores al decimotercer congreso demostraron que ni juicio era el más sensato. La troika se veía obligada a prever las posibles consecuencias del testamento, colocando al partido cuanto antes frente a un hecho consumado. La lectura misma del documento a las delegaciones locales, sin la admisión de “extraños”, fue convertida en una declarada lucha contra mí. Los dirigentes de las delegaciones retuvieron de la lectura algunas palabras, y destacaron otras e hicieron algunos comentarios tendientes a dar la sensación de que la carta fue escrita por un hombre seriamente enfermo y bajo la influencia de maniobras e intrigas. El aparato ya estaba completamente controlado. El simple hecho de que la troika fuera capaz de transgredir la voluntad de Lenin, negándose a leer su carta al Congreso, caracteriza suficientemente la composición de este último y su atmósfera. El testamento no debilita ni detiene la lucha interior, sino que, por el contrario, le imprime un ritmo acelerado.



La actitud de Lenin para con Stalin

La política es perseverante. Puede presionar hasta po­ner a su servicio hasta a aquéllos que ostensiblemente le vuelven la espalda. Ludwig escribe: “Stalin siguió fervien­temente a Lenin hasta su muerte”. Si esta frase no hi­ciera más que reflejar la poderosa influencia de Lenin sobre sus discípulos, Stalin inclusive, no habría nada que argüir. Pero Ludwig quiere significar algo más. Desea sugerir una excepcional compenetración con su maestro por parte, precisamente, de este discípulo. Como un tes­timonio particularmente precioso, Ludwig cita al respecto las palabras del propio Stalin: “Soy sólo un discípulo de Lenin, y mi propósito es serlo dignamente”. Es sobrema­nera malo que un psicólogo profesional opere superfi­cialmente con una frase baladí, cuya modestia convencio­nal no contiene un átomo de íntima convicción. Ludwig se convierte aquí en un mero transmisor de la leyenda oficial creada en los últimos años. Dudo que tenga ni la más remota idea de las contradicciones a que su menos­precio por los hechos lo ha conducido. Si Stalin siguió a Lenin hasta su muerte, ¿cómo explicar entonces que el último documento dictado por éste, en vísperas a su segundo ataque, fuera una breve carta dirigida al primero, en total unas pocas líneas, para romper toda relación personal de camaradería? Un solo hecho de esta índole en la boca de Lenin, la abrupta ruptura con uno de sus colaboradores, debe de haber tenido muy serias causas psicológicas, y sería por lo menos incomprensible en las relaciones con un discípulo que siguió “fervientemente” a su maestro hasta el fin. Para ello, Ludwig no dice una palabra al respecto.

Cuando la carta de Lenin en la que rompía con Stalin se difundió entre los dirigentes del partido, la troika, Stalin y sus más íntimos amigos, que ya habían embarullado las piezas, no hallaron otro discurso que reeditar la vieja historia de la incapacidad de Lenin. En rigor, tanto el testamento como la carta fueron escritos en los meses (diciembre del 1922, y a comienzo de marzo de 1923) durante los cuales Lenin, en una serie de artículos programáticos, dio al partido los más maduros frutos de su pensamiento. La ruptura con Stalin no cayó como un rayo en cielo despejado. Surgió de una larga serie de conflictos, lo cual explica con trágica luz toda la acritud de la situación.

Indudablemente, Lenin apreciaba ciertos rasgos de Stalin, tales como su firmeza de carácter, su tenacidad, su obstinación y hasta su rudeza y su astucia, condiciones necesarias en una guerra y por lo tanto en un estado mayor. Pero Lenin estaba lejos de pensar que estas características fueran suficientes, ni aun en extraordinaria escala, para la dirección del partido y del Estado. Lenin veía en Stalin un agitador, pero no un estadista de mayor vuelo. La teoría tenía para Lenin una alta importancia en la lucha política, y nadie consideraba a Stalin un teórico; él mismo nunca manifestó hasta 1924 pretensión alguna por esta vocación. Por el contrario la debilidad de sus fundamentos era bien conocida en el círculo dirigente. Stalin no tiene información de Occidente; no conoce ningún idioma extranjero. Nunca participó en las discusiones de los problemas del movimiento obrero internacional. Y finalmente –esto es menos importante pero no carece de significación– jamás ha sido escritor ni orador, en el buen sentido de la palabra. Sus artículos, a pesar de la cautela del autor, están cargados no sólo de ingenuidades y desatinos de lesa teoría, sino también de terribles pecados contra la lengua rusa. A los ojos de Lenin, todo el valor de Stalin estribaba en la administración y manejo del aparato partidario; pero hasta en este sentido Lenin hacía importantes salvedades, y éstas fueron en aumento durante el último período.

Lenin despreciaba a los moralistas idealistas. Pero esto no le impedía ser un rigorista de la moral revolucionaria, vale decir, de las reglas de conducta que consideraba necesaria para el éxito de la revolución y la creación de la nueva sociedad. En la rigurosidad de Lenin, que fluía libre y naturalmente de su carácter, no había una sola gota de pedantería, hipocresía o intolerancia. Conocía muy bien a las personas y las tomaba tal cuales son. Armonizaban las faltas de uno con las virtudes de otros, sin dejar nunca de vigilar celosamente. También sabía que los tiempos cambian, y nosotros con ellos. El partido había llegado de un salto desde las sombras de la ilegalidad hasta la altura del poder: Esto creaba para todos lo viejos revolucionarios un sorprendente y agudo cambio en la situación personal y en las relaciones con los demás. Lo que Lenin descubrió en Stalin bajo estas condiciones lo subrayó cuidadosamente y claramente en su testamento: falta de lealtad e inclinación al abuso de poder. Ludwig omite esos datos. En ellos, sin embargo, puede hallarse la clave de las relaciones entre Lenin y Stalin en el último período.

Lenin fue, además de un teórico y un técnico de la dic­tadura revolucionaria, un custodio celoso de los fundamentos morales de ésta. Todo dato referente al empleo del poder en beneficio de intereses personales encendía amenazadoramente sus ojos. “¿Cómo es eso de que cualquier cosa resulta mejor que el parlamentarismo bur­gués?”, preguntaba, para expresar con mayor efectividad su contenida indignación. Y con frecuencia agregaba respecto del parlamentarismo una de sus ricas definicio­nes. Mientras tanto, Stalin empleaba cada vez más amplia y arbitrariamente las posibilidades de la dictadura revo­lucionaria para reclutar personas obligadas a él. En su condición de secretario general se convirtió en el dispen­sador del favor y la fortuna. De este modo se originó el fundamento de un conflicto insuperable. Lenin fue per­diendo su confianza moral en Stalin. Si se tiene en cuenta este hecho fundamental, entonces todos los episodios particulares del último período se sitúan en su justo lugar y se tiene una apreciación real, inequívoca, de la ac­titud de Lenin para con Stalin.



Sverdlov y Stalin como tipos de organizadores

Para dar al testamento su lugar apropiado en el desarrollo del partido, es preciso hacer aquí una digresión. Hasta el verano de 1919 el principal organizador del partido había sido Sverdlov. No gozaba éste de la denominación de secretario general, nombre que hasta entonces no se había concebido, pero en realidad ejercía esa función. Sverdlov murió a los 34 años de edad, en marzo de 1919, de gripe. Con la prolongación de la guerra civil y la epi­demia, segando vidas a diestra y siniestra, el partido ape­nas advirtió la gravedad de esta pérdida. En dos discursos pronunciados en ocasión de su muerte, Lenin hizo una apreciación de Sverdlov que arroja asimismo una luz refleja, pero muy clara, sobre sus últimas relaciones con Stalin. “En el desarrollo de nuestra revolución, en sus victorias –decía–, ha correspondido a Sverdlov expresar más plena e integralmente que cualquier otro la esencia misma de la revolución proletaria”. Fue “ante todo y sobre todo un organizador”. Modesto obrero, ni teórico ni escritor, se elevó en poco tiempo a “organiza­dor de intachable autoridad, un organizador de todo el poder soviético en Rusia y del trabajo del partido, único en su comprensión”. Lenin no gustaba de las exageraciones de los jubileos ni de los panegíricos de los funerales. Su apreciación de Sverdlov fue al mismo tiempo una caracterización de la tarea del organizador: “Sólo gracia al hecho de haber contado con un organizador como Sverdlov pudimos trabajar en tiempos de guerra, si bien es cierto que no tuvimos un solo conflicto digno de mención”.

Y así fue, en efecto. Conversaciones sostenidas por entonces con Lenin destacamos más de una vez, y todavía con renovada satisfacción, una de las principales condiciones de nuestro éxito: la unidad y solidaridad del grupo gobernante. No obstante la terrible presión de las dificultades y acontecimientos, la novedad de los problemas y los agudos desacuerdos que ocasionalmente surgían sobre asuntos concretos, el trabajo proseguía sin interrupción, con extraordinaria llaneza y camaradería. A veces, en breves palabras recordábamos episodios de las viejas revoluciones. “No; entre nosotros las cosas marchan mejor. Esta es la única garantía de nuestra victoria.” La solidaridad del centro dirigente había sido preparada por toda la historia del bolchevismo, por la indiscutida autoridad de los jefes, sobre todo Lenin. Pero en el mecanismo interior de esta unanimidad ejemplar el jefe había sido Sverdlov. El secreto de este arte era simple: se guiaba por los intereses de la causa y sólo por ellos. Nin­gún obrero del partido sentía temor alguno de que desde lo alto del aparato del partido se deslizaran intrigas. La base de la autoridad de Sverdlov era la lealtad.

Conocedor de la capacidad moral e intelectual de todos los líderes del partido, Lenin dedujo en su discurso una conclusión práctica: “A un hombre así nunca podremos reemplazarlo, si por reemplazo entendemos la posibilidad de hallar un compañero que reúna semejantes condiciones (...). El trabajo que él realizaba únicamente podrá ser realizado ahora por todo un grupo de hombres, que, siguiendo sus pasos, continuarán su tarea”. Estas palabras no eran mera retórica, sino que tenían un objetivo estric­tamente concreto. Y la proposición fue llevada a la prác­tica. En lugar de un solo secretario, se designó un secre­tariado integrado por tres personas. De las palabras de Lenin resulta evidente, hasta para los no familiarizados con la historia del bolchevismo, que mientras vivió Sverdlov, Stalin no desempeñó un papel dirigente en la maquinaria del partido, ya fuera en tiempos de la revolución de Octubre como en el período en que se echaron los fundamentos del estado soviético. Tampoco se lo incluyó en el primer secretariado que sucedió a Sverdlov.

Cuando en el décimo congreso, dos años después de la muerte de Sverdlov, Zinoviev y otros apoyaron, no sin un oculto pensamiento de la lucha contra mí, la candida­tura de Stalin para secretario general –esto es colocarlo de jure en la posición que Sverdlov había ocupado de facto–, Lenin habló en un pequeño círculo contra este propósito, expresando su temor de que “este cocinero sólo prepare platos picantes”. Esta sola frase, tornada en relación con el carácter de Sverdlov, nos revela las difer­encias entre los dos tipos de organizadores: uno infati­gable en limar conflictos, facilitando el trabajo del se­cretariado, y otro un especialista en platos picantes, que ni aun titubea en sazonarlos con veneno activo. Si Lenin no llevó en marzo de 1922 su oposición al extre­mo –esto es, si no apeló abiertamente al congreso contra la candidatura de Stalin–, fue porque el cargo de secreta­rio, incluso “general”, tenía en las condiciones entonces predominantes, con el poder y la influencia concentrados el Buró Político, una jerarquía claramente subordinada. Quizá también Lenin, como muchos otros, no advirtió a tiempo el peligro.

Hacia fines de 1921 la salud de Lenin se quebrantó bruscamente. El 7 de diciembre, al partir, por insistencia de su médico, se quejaba ligeramente a los miembros del Buró Político: “Partiré hoy. No obstante mi reducida cuota de trabajo y la aumentada cuota de descanso, en estos últimos días el insomnio ha aumentado endiablada­mente. Temo no poder hablar en el congreso del partido ni en el de los soviets”. Durante cinco meses Lenin languideció, separado a medias de su trabajo por los médicos y los amigos, en continua alarma acerca del curso seguido por los asuntos del gobierno y del partido y en constante lucha con su prolongada enfermedad. En mayo tuvo el primer ataque. Durante dos meses se vio imposibilitando de hablar, escribir o moverse. En julio comenzó lentamen­te a mejorar. Siempre en el campo, inicia de a poco una activa correspondencia. En octubre vuelve al Kremlin y reanuda oficialmente su tarea. “No hay diablo sin suerte”, escribe en el borrador de un futuro discurso. “He permanecido inmóvil por espacio de un año y medio y observando desde afuera.” Lenin quería decir: “Antes estuve excesivamente amarrado a mi puesto y se me pasaron por alto muchas cosas; la larga interrupción me ha permitido ver ahora muchos hechos con nuevos ojos”. Lo que más lo intranquilizaba era, sin duda, el monstruoso crecimien­to del poder burocrático, cuyo foco había llegado a ser el Buró de Organización del Comité Central.

La necesidad de alejar al especialista en la preparación de platos picantes se hizo clara para Lenin inmediatamente después de su retorno al trabajo. Pero esta cuestión personal se había complicado sobremanera. Lenin no dejaba de ver cuán ampliamente su ausencia había sido utilizada por Stalin para una elección unilateral de hom­bres, a menudo en directa contradicción con los intereses de la causa. El secretario general era ahora apoyado por una fracción numerosa, que actuaba de modo conjunto, sino siempre por razones intelectuales, al menos por fuertes lazos. Un cambio en la dirección del aparato del partido se había hecho ya imposible sin la preparación de un serio ataque político. Por entonces se produjo la conversación “conspirativa” entre Lenin y yo, en la que hablamos de una lucha combinada contra el burocratismo del partido y los soviets, y su proposición de un “bloque” contra el Buró de Organización, la principal plaza fuerte de Stalin en ese tiempo. El hecho mismo de esa conversación, así como su contenido, pronto se reflejó en documentos, y constituye un innegable acontecimiento en la historia del partido, no puesto en duda por nadie.

Sin embargo, sólo unas pocas semanas después hubo una nueva declinación de la salud de Lenin. No sólo el trabajo, sino también las conversaciones con los camaradas le fueron otra vez prohibidos por sus médicos. Tenía que meditar solo entre cuatro paredes sobre las futuras medidas de lucha. Para controlar los entretelones de las actividades del secretariado, Lenin preparaba algunas medidas generales de carácter organizativo. De ese modo sur­gió el proyecto de crear un centro del partido de máxima autoridad, bajo la forma de una comisión de control com­puesta por afiliados capaces y dignos de confianza, com­pletamente independientes desde el punto de vista jerár­quico –vale decir, que no desempeñaban cargos oficiales ni administrativos y al mismo tiempo facultados para llamar a rendir cuentas por la violaciones de la legalidad, de la democracia en el partido y en los soviets y por la falta de moralidad revolucionaria a todos los que ocupa­ran cargos oficiales, sin excepción, no solo del partido, incluidos los miembros del Comité Central, sino también, a través de la Inspección Obrera y Campesina, a los altos funcionarios del Estado.

El 23 de enero, Lenin remitió por intermedio de N. Krupskaia a Pravda un artículo acerca de su propuesta de reorganización de las instituciones centrales. Terminado un traicionero y repentino ataque de su enfermedad y una respuesta no menos traidora del secretariado, reclamó que el artículo fuera publicado inmediatamente: esto implicaba una apelación directa al partido. Stalin se negó a acceder al requerimiento de Krupskaia, alegando la necesidad de discutir el asunto en el Buró Político. For­malmente esto significaba nada más que postergar la cues­tión por un día. Pero el procedimiento mismo de some­terla al Buró Político no pronosticaba nada bueno. Por indicación de Lenin, Krupskaia se dirigió a mí en busca de colaboración. Yo reclamé una reunión inmediata del Buró. El temor de Lenin se vio confirmado en un todo: los miembros titulares y suplentes presentes en la reunión –Stalin, Molotov, Kuibychev, Rikov, Kalinin y Bujarin– se pronunciaron no sólo contra la reforma propuesta por Lenin, sino también contra la publicación del artículo. Para consolar al enfermo, a quien cualquier excitación nerviosa amenazaba con un desastre, Kuibychev, el futuro jefe de la Comisión Central de Control, propuso que se imprimiera un número especial de Pravda con el artículo de Lenin, pero un solo ejemplar. Tal era el modo “fer­viente” con que esa gente seguía a su maestro. Yo rechacé con indignación la proposición de engañar a Lenin, hablando sobre todo en favor de la reforma propuesta por éste y exigiendo la inmediata publicación del artículo. Fui apoyado por Kamenev, que llegó una hora más tarde. La actitud de la mayoría fue finalmente modificada, argu­mentando que de todas maneras Lenin haría circular su artículo: sería copiado a máquina y leído con mayor interés y de tal modo resultaría más señaladamente dirigi­do contra el Comité Central. El artículo apareció en Pravda de la mañana siguiente, 25 de enero. Este documento también se reflejó oportunamente en documentos ofíciales, sobre la base de los cuales, he escrito lo que an­tecede.

En general, considero necesario destacar que, puesto que no pertenezco a la escuela de la psicología pura y estoy acostumbrado a confiar en los hechos firmemente establecidos ante que en su reflejo emocional en la memoria. Toda la presente exposición, con excepción de los hechos especialmente indicados, ha sido realizada basándome en los documentos que tengo archivados y con una cuidadosa verificación de fechas, testimonios y circunstancias reales.



Los desacuerdos entre Lenin y Stalin

La política organizativa no fue la única arena de lucha de Lenin contra Stalin. El plenario de noviembre del Comité Central (1922), que sesionó sin la presencia de Lenin y sin la mía, Stalin introdujo inesperadamente un cambio radical en el sistema de comercio exterior, minando los fun­damentos mismos del monopolio estatal. En una conversación con Krassin, entonces Comisario del Pueblo del Comercio Exterior, me referí a esa resolución aproxima­damente en estos términos: “No sólo han desfondado el barril, sino que lo han taladrado en varias partes”. Lenin se enteró. El 13 de diciembre me escribió: “Urjo a usted encarecidamente que asuma en el próximo plenario la defensa de nuestro común punto de vista respecto de la necesidad incondicional de preservar y reforzar el mono­polio (...). El plenario anterior adoptó en este asunto una resolución totalmente en contradicción con el monopolio del comercio exterior”. Negándose a hacer concesión al­guna en este asunto, Lenin insistía en que yo apelara al Comité Central contra Stalin, responsable como secreta­rio general de la presentación de los problemas a tratarse en los plenarios de ese organismo. En aquel momento, sin embargo, las cosas no llegaron hasta el punto de una lucha decidida. Sintiendo el peligro, Stalin se retiró sin ofrecer batalla, y sus amigos con él. En el plenario de diciembre, el acuerdo tomado en noviembre fue ratificado. “Parece que hemos tomado la posición sin disparar un cartucho, con un simple movimiento estratégico” me escribió Lenin en chanza el 21 de diciembre.

El desacuerdo en la esfera de la política nacional fue aun más agudo. En el otoño de 1922 preparábamos la transformación del Estado soviético en una unión federada de republicas nacionales, Lenin lo consideraba necesario para satisfacer lo más ampliamente que fuera posible las demandas y aspiraciones de 1as nacionalistas, que habían vivido durante largos años bajo la opresión y todavía estaban lejos de haber recobrado de las conse­cuencias de esta situación. Stalin, por otra parte, que en su condición de comisario del Pueblo de las Nacionalida­des dirigía el trabajo preparatorio, se conducía en este sentido con arreglo a una política de centralismo burocrático. Lenin, convaleciente en una aldea cercana a Moscú, mantenía una polémica con Stalin en cartas dirigidas al Buró Político. En sus primeros comentarios sobre el proyecto de Stalin de una unión federada, Lenin fue extremadamente cortes y circunspecto. Todavía esperaba –a fines de septiembre de 1922– resolver la cuestión mediante el Buró Político y sin necesidad de un conflicto. Las respuestas de Stalin, por su parte, revelaron una visible irritación. Se volvía contra Lenin reprochándole “apresuramiento” y acusándolo de “liberalismo” nacional, esto es, de indulgencia para con el nacionalismo de los extranjeros. Esta correspondencia, aunque en extremo interesante desde el punto de vista político, aún se le oculta al partido.

Ya por entonces la política burocrática había promovido una aguda oposición en Georgia, uniendo contra Stalin y su “mano derecha”, Orjonikidze, a la flor del bolchevismo georgiano. Por intermedio de Krupskaia, Lenin se puso en comunicación privada con los dirigentes de la oposición georgiana (Mdivani, Majaradze, etc.) contra la fracción de Stalin, Orjonikidze y Dzerjinsky. La lucha fue muy aguda, y Stalin se hallaba demasiado ligado a un grupo bien definido para retirarse en silencio, como lo había hecho a raíz de la cuestión del monopolio del comercio exterior. En el transcurso de las semanas siguientes Lenin se convenció de que era necesario recurrir al partido. A fines de diciembre dictó una larga carta sobre la cuestión nacional, en reemplazo del discurso que debía pronunciar ante el congreso del partido, pues su enfermedad le impedía participar. Acusó a Stalin de exceso de celo administrativo y de despecho contra un pretendido nacionalismo.

“En política –escribía– el despecho generalmente desempeña la peor función posible”. Lenin calificaba a la lucha contra las justas exigencias –aun cuando al princi­pio éstas fueran exageradas– de las nacionalidades antes oprimidas como una manifestación de burocratismo “gran-ruso”. Por primera vez llamaba a sus oponentes por su nombre. “Por supuesto, es necesario contener a Stalin y Dzerjinsky, políticamente responsable de toda esta campaña eminentemente, de nacionalismo Gran ruso”. Que este gran ruso de Lenin acuse al georgiano Djugashvili y al polaco Dzetjinsky de nacionalismo gran-ruso puede parecer paradójico, pero no se trata aquí de sentimientos y parcialidades nacionales, sino de los sistemas políticos cuyas diferencias se revelan en todas las esferas, entre ellas la cuestión nacional. Condenando de manera implacable la política de la fracción de Stalin, Rakovsky escribiría algunos años después: “En la cuestión nacional, como en todas las demás cuestiones, la burocracia juzga desde el punto de vista de la conveniencia de administración y reglamentación”. No podía decirse nada mejor.

Las concesiones verbales de Stalin no aquietaron a Lenin en lo más mínimo, sino que, por el contrario, aguzaron sus sospechas. “Stalin aceptará un compromiso podrido –me advertía por intermedio de su secretaria– y después nos defraudará”. Y éste era, precisamente, el propósito de Stalin. Estaba dispuesto a aceptar en el próximo congreso cualquier formulación teórica de la política nacional a condición de que ello no debilitara su apoyo fraccional en el centro y en las provincias. Seguramente tenía muchas razones para temer que Lenin advirtiera clara y cabalmente sus intenciones. Pero por otra parte el estado de salud de éste empeoraba sin pausa. Stalin incluía fríamente en sus cálculos este factor de indudable importancia. A medida que la práctica política del secretario general se hacía más decisiva, la salud de Lenin empeoraba. Stalin trataba de aislar al peligroso supervisor de toda información que pudiera proporcionarle un arma contra el secretario general y sus aliados. Esta política de bloqueo fue dirigida, claro está, contra las personas más allegadas a Lenin. Krupskaia hacía lo posible por proteger al enfermo del contacto con las maquinaciones hostiles del secretario. Pero Lenin sabía cómo deducir de síntomas accidentales toda una situación. Vigilaba con suma atención las actividades de Stalin y advertía con claridad sus motivos y cálculos. No es fácil imaginar qué reacciones hubo de originar todo ello en su pensamiento. Recordemos que en este momento ya se hallaba sobre el escritorio de Lenin, además del testamento que insistía en la separación de Stalin, los documentos relativos a la cuestión nacional, que las secretarias de Lenin, compañeras Fotieva y Gliasser, describieron como “una bomba contra Stalin”, con lo que pusieron de relieve el modo de ser de su jefe.



Medio año de lucha aguda

Lenin concebía la función de la Comisión de Control como protectora de la unidad y de las normas del partido con respecto al problema de la reorganización de la Inspección Obrera y Campesina (Rabkrin), cuyo dirigente había sido durante varios años Stalin: El 4 de marzo, Pravda publicó un artículo que habría de hacerse famoso en la historia del partido; se titulaba: “Es preferible menos y mejor”. Este trabajo fue redactado en distintas oportunidades. A Lenin no le gustaba dictar, ni habría podido hacerlo. Empleó mucho tiempo en la redacción del artículo. Por fin el 2 de marzo lo terminó, satisfecho: “¡Al fin me parece bien!” Planteaba la forma de las instituciones dirigentes del partido en una amplia perspectiva nacional e internacional. Sobre este aspecto de la cuestión no podemos, sin embargo, detenernos. Mucho más importante para nuestro propósito es la apreciación formulada por Lenin respecto de la Inspección Obrera y Campesina: “Hablemos con franqueza. El Comisario del Pueblo de la Inspección Obrera y Campesina no goza en los actuales momentos ni de la sombra de autoridad. No existe una institución peor organizada que la Inspección Obrera y Campesina; en las actuales condiciones nada puede requerirse de este Comisariado del Pueblo”. Esta áspera alusión hecha por el jefe de gobierno a una de las más importantes instituciones del Estado fue un golpe directo y sin atenuante contra Stalin como organizador y jefe de la Inspección. Las razones de ello eran claras. La Inspección estaba destinada a servir principalmente como un antídoto de las desviaciones burocráticas de la dictadura revolucionaria. Función de tanta responsabilidad podía cumplirse con éxito a condición de una completa lealtad en su dirección, pero precisamente esa lealtad era la que a Stalin le faltaba. Había convertido a la Inspección , como al Secretariado del Partido, en un apéndice de la máquina de intrigas, de protección para “sus” hombres y de persecución a los opositores. En el artículo “Es preferible menos y mejor” Lenin señalaba abiertamente que la proyectada reforma de la Inspección , en la dirección de la cual no hacía mucho tiempo se había designado a Tziurupa, debía inevitablemente tropezar con la resistencia de “toda nuestra burocracia”, la burocracia de los Soviets y del partido”. “Entre paréntesis debe subrayarse –agregaba de un modo muy significativo– que tenemos burocracia no sólo en las instituciones soviéticas, sino también en las partidarias”. Este era un golpe perfectamente deliberado contra Stalin como secretario general. Por lo tanto, no sería exagerado afirmar que Lenin pasó los últimos seis meses de su vida política, entre su convalecencia y su segunda enfermedad, en una aguda lucha contra Stalin. Recordemos una vez más las principales fechas. En septiembre inició el fuego contra la política nacional de Stalin. En la primera mitad de diciembre atacó a Stalin en la cuestión del monopolio del comercio exterior. El 25 de diciembre redactó la primera parte del testamento. En diciembre de 1922 escribió su carta sobre el problema nacional (la “bomba”). El 4 de enero agregó una posdata a su testamento con respecto a la necesidad de separar a Stalin de su cargo de secretario general. El 23 de enero disparó contra Stalin una batería pesada: el proyecto de la comisión de control. En un artículo del 2 de marzo dirigió un doble ataque contra Stalin como organizador de la Inspección y como secretario general. El 5 de marzo me escribió acerca de su memorándum sobre el problema nacional: “Si esta usted de acuerdo conmigo en asumir la defensa, yo descansaré tranquilo”. El mismo día unió por primera vez sus fuerzas a la de los irreconciliables enemigos georgianos de Stalin, comunicándoles en una nota especial que se adhería a su actitud “de todo corazón” y estaba preparándoles algunos documentos contra Stalin, Orjonikidze y Dzerjinsky. “De todo corazón” no era una expresión muy frecuente en Lenin.

“Este problema (el nacional) lo preocupaba en grado sumo –testimonia su secretaria Fotieva– y estaba dispuesto a hablar de él en el congreso del partido”. Pero un mes antes del congreso la enfermedad abatió a Lenin, sin darle tiempo para impartir instrucciones acerca del artículo. Stalin se quitó un gran peso de encima. En la “camarilla de notables” del duodécimo congreso ya se atrevió a hablar, en su estilo característico, de la carta de Lenin como del documento de un hombre enfermo, influido por “mujeres” (esto es, Krupskaia y sus dos secretarias). Con el pretexto de descubrir la real voluntad de Lenin se decidió guardar el documento bajo llave. Bajo llave permanece hasta hoy.

Los dramáticos episodios que he enumerado –episodios que hube de vivir con toda intensidad– no reflejan siquiera en grado ínfimo el ardor con que Lenin vivió los acontecimientos del partido en los últimos meses de su vida. A cartas y artículos se impuso la severísima censura habitual. Lenin comprendió suficientemente bien, desde su primera crisis, la naturaleza de su enfermedad. Después de la vuelta al trabajo, en octubre de 1922, los vasos capi­lares de su cerebro no dejaron de recordarle con leves golpes, apenas perceptibles, pero cada vez más frecuen­tes y penosos, que evidentemente amenazaban una re­caída. Lenin apreciaba con exactitud su situación, no obstante las alentadoras afirmaciones de los médicos. A comienzos de marzo cuando de nuevo se vio obligado a abandonar el trabajo, o por lo menos las reuniones, en­trevistas, y conversaciones telefónicas, llevó consigo a su cuarto de enfermo algunas observaciones y preocupaciones inquietantes­. El aparato burocrático, con la facción secreta de Stalin en el secretariado del Comité Central, se había convertido en un gran factor político independiente. En el terreno nacional, en el que Lenin reclamaba la conveniencia de un tacto especial, los colmillos del centralismo de tipo imperial se mostraban con decisión cada vez mayor para encubrir las exigencias arbitrarias de los funcionarios. Lenin intuía sutilmente la proximidad de una crisis política y temía que el aparato estrangulase al partido. La política de Stalin asumió a los ojos de Lenin, en el último período de su vida, la encarnación de un monstruo burocrático en ascenso. El paciente se había estremecido más de una vez ante el pensamiento de que no tuviese éxito en llevar a la práctica la reforma del partido, de la que había hablado conmigo antes de su segunda enfermedad. Un terrible peligro amenazaba, en su parecer, el trabajo de toda su vida.

¿Y Stalin? Había avanzado demasiado para intentar una retirada, y acicateado por su propia fracción, y tremendo el ataque concentrado cuyos hilos eran maneja­dos en su totalidad desde el lecho de enfermo de su terri­ble y respetable enemigo, Stalin ya se había precipitado y reclutaba abiertamente partidarios para distribuirlos en las posiciones del partido y de los soviets, aterrorizaba a los que apelaban a Lenin por intermedio de Krupskaia y siempre con mayor insistencia hacía difundir el rumor de que Lenin no era ya responsable de sus actos. Tal fue el ambiente en el que surgió la carta de Lenin por la que éste rompía abiertamente con Stalin. No. La Carta no estalló como un rayo en cielo claro. No sólo cronológica, sino que hasta moral y políticamente señalaba el trazo final en la actitud de Lenin hacia Stalin. ¿No es sorprendente que Ludwig, repitiendo cumplidamente el relato oficial acerca del fiel discípulo del maestro “hasta su muerte”, no diga una palabra de esta carta final, ni por cierto de todos los demás hechos que no concuerdan con las actuales leyendas del Kremlin? Cuanto menos, Ludwig debía conocer la existencia de la carta, aunque más no fuera por mi autobiografía, de la cual estaba enterado, pues hizo un favorable comentario de ella. Acaso tuviera dudas sobre la autenticidad de mi testimonio. Pero ni la existencia de la carta ni su contenido ha sido negada por nadie. Más aún, están confirmadas por las actas estenográficas del Comité Central. En el plenario de julio de 1926, Zinoviev decía: “A comienzos de 1923, Vladímir Ilich, en su carta personal dirigida a Stalin, rompió toda relación personal con él” (acta estenográfica 4, pág. 32), y los oradores entre ellos M. I. Uliánova, hermana de Lenin, hablaron de la carta como de un hecho generalmente conocido en los círculos del Comité Central. Por aquellos días ni aún en la cabeza de Stalin se había concebido negar esta verdad. En realidad, que yo esté enterado, no se había atrevido a hacerlo de manera directa ni aun con posterioridad.

Es verdad que los historiadores oficiales han hecho en los últimos años esfuerzos realmente gigantescos por borrar de la memoria de los hombres todo este capítulo de la historia. Y en lo que a la juventud comunista concierne, esos esfuerzos han logrado cierto resultado. Pero hay investigadores que persiguen, al parecer, precisamente el propósito de destruir las leyendas y reconstruir los hechos reales en su auténtico significado. ¿Esta verdad no rige para los psicólogos?

Ya hemos indicado los puntos fundamentales de la lucha final entre Lenin y Stalin. En todos esos períodos, Lenin buscó mi apoyo, y lo obtuvo. De los discursos, artículos y cartas de Lenin, se podría sin dificultad tomar innumerables testimonios del hecho de que después de nuestro desacuerdo temporal con respecto al asunto de los sindicatos, durante los años 1921 y 1922 y comienzo de 1923, Lenin no perdió ocasión de destacar reiteradamente su solidaridad hacia mí; repitiendo tal o cual declaración mía y apoyó no pocas veces mis artículos. Debe comprenderse que sus motivos no eran personales, sino políticos. Lo que pudo en verdad haberle alarmado y afectado en los últimos meses fue que mi apoyo a sus medidas de lucha contra Stalin no fuera suficientemente activo. ¡Sí, tal es la paradoja de la situación! Lenin temía una futura división en torno de Stalin y Trotsky, pero reclamaba de mí una lucha más enérgica contra Stalin. Sin embargo, las contradicciones son sólo superficiales. Lenin deseaba condenar enérgicamente a Stalin y desarmarlo en interés de la futura dirección del partido. Lo que me detenía era el temor de que cualquier conflicto agudo en el núcleo gobernante, en momentos en que Lenin luchaba con la muerte, fuera interpretado como un arreglo para repartirse el mando de Lenin. No plantearé aquí la cuestión de si mi actitud en ese caso fue o no acertada, ni el problema, más amplio todavía, de si habría sido posible por entonces, mediante reformas organizativas y cambios personales, detener el peligro que avanzaba. ¡Pero cuán lejos, de las posiciones reales de los protagonistas, está el cuadro que nos ofrece el popular escritor alemán que con tanta ligereza abre las puertas de los enigmas!

Por Ludwig sabemos que el testamento “decidió el destino de Trotsky”; vale decir, sirvió evidentemente como causa de la pérdida de su poder. Según otra versión de Ludwig, expuesta inmediatamente después de esa última y sin realizar el más mínimo intento de correlacionarla. Lenin aspiraba a un “duunvirato de Trotsky y Stalin”. Este último pensamiento, también sin duda sugerido por Radek, suministra una excelente prueba de que aún ahora, incluso en el estrecho círculo de Stalin y no obstante las tendenciosas manipulaciones de un escritor extranjero invitado a una conversación, nadie se atreve a afirmar que Lenin viera en Stalin a su sucesor. Para no llegar a una oposición extrema con el texto del testamento y muchos otros testimonios, es preciso poner exposfacto la idea del duunvirato.

¿Pero como conectar tal leyenda con la advertencia de Lenin de separar al secretario general? Esto habría significado despojar a Stalin de todas las armas de su influencia. Nadie trataría de este modo al candidato al duunvirato. No, y por otra parte esta segunda hipótesis de Radek-Ludwig, aunque más circunspecta, no encuentra asidero en el texto del documento. El propósito de éste quedó definido por su autor: garantizar la estabilidad del Comité Central. Lenin concebía el modo de llegar a este fin, no mediante la combinación artificial de un duunvirato, sino fortaleciendo el control colectivo sobre la actividad de los dirigentes. La manera en que apreciaba, con ello, la influencia relativa de los respectivos integrantes de la dirección colectiva, puede el lector deducirla sobre la base de las citas del testamento. Sólo que no hay que perder de vista que el testamento no fue la última palabra de Lenin y su actitud para con Stalin se hizo más y más severa a medida que sentía aproximarse el desenlace.

Ludwig no habría cometido un error tan capital en su apreciación del significado y el espíritu del testamento si se hubiera interesado un poco por el destino reservado al documento. Ocultado al partido por Stalin y su grupo, fue reimpreso y publicado por los oposicionistas, por supuesto clandestinamente. Centenares de amigos y parti­darios míos fueron arrestados y exiliados por copiar y dis­tribuir esas dos pequeñas páginas. El 7 de noviembre de 1927, décimo aniversario de la Revolución de Octubre, los oposicionistas de Moscú tomaron parte en la demos­tración de ese día con un gran cartel: “Cumplid el testamento de Lenin”. Tropas de stalinistas especialmente elegidas rompieron las líneas de formación, arrebatando y destrozando la criminal pancarta. Dos años más tarde, en el momento de mi deportación, se inventó la historia de una insurrección preparada por los “trotskistas” para el 7 de noviembre. La exigencia de “cumplir el testamento de Lenin” fue interpretada por la fracción stalinista como un llamado a la insurrección. Y aún ahora la publicación del testamento está prohibida a toda sección de la Inter ­nacional Comunista. Los comunistas internacionalistas, por el contrario, vuelven a publicar el documento en todos los países en cualquier ocasión propicia. Política­mente, estos hechos agotan el problema.

¿Pero de dónde surgió la fantástica invención de que yo me incorporé de mi asiento durante la lectura del documento o, mejor dicho, ante las “seis palabras” que no están en el testamento, y formulé la pregunta: “¿Qué dice allí?”. Acerca de esto sólo puedo ofrecer una expli­cación hipotética. De la corrección de la misma el lector juzgará.

Radek pertenecía a la especie de los ingenios y escribas profesionales. Esto no significa que no poseyera cualidades personales. Basta recordar que en el séptimo congreso del partido, el 8 de marzo de 1918, Lenin, que en general era muy parco en comentarios personales, consideraba posible decir: “Vuelvo al camarada Radek y quiero subrayar que accidentalmente ha logrado hacer una seria observación..”. Y después, otra vez: “Ocurre que esta vez tenemos una seria observación formulada por Radek...”. Gente que habla seriamente como único modo de expresión tienen la tendencia de embellecer la realidad, pues en su forma material ésta no siempre coincide con su versión. La experiencia personal me ha conducido a adoptar una actitud muy cautelosa respecto de las afirmaciones de Radek. No acostumbra a relatar de nuevo los aconteci­mientos sino a tomarlos como motivo de un ingenioso relato. Desde que todo arte, incluso el arte anecdótico, aspira a la síntesis, Radek se inclina a unir diferentes hechos o aspectos brillantes de varios episodios aún cuando hayan ocurrido en distintas épocas y diferentes lugares. Y no pone en ello malicia. Es la forma de su vocación.

Y esta vez ha ocurrido, aparentemente, de la misma manera. Radek, de acuerdo con todas las evidencias, ha confundido una reunión del “grupo de notables” del congreso con una sesión del Comité Central de 1926, a pesar de que entre ambos hay un intervalo de más de dos años. Esta vez el testamento fue leído, efectivamente, por Stalin y no por Kamenev, que ya por entonce­s se sentaba conmigo en los bancos de la oposición. La lectura se llevó a cabo porque durante aquellos días circu­laban ampliamente en el partido copias del testamento, carta de Lenin y otros documentos que habían estado guardados bajo llave. La gente perteneciente al aparato del partido estaba inquieta y deseaba saber qué era lo que Lenin realmente había dicho. “La oposición lo sabe y nosot­ros no”, afirmaban. Después de una prolongada resis­tencia, Stalin se vio obligado a leer el documento prohibi­do en una sesión del Comité Central, lo cual hizo que quedara registrado estenográficamente y fuera anotado en secreto en sus libretas de apuntes por los dirigentes del partido.

Tampoco esta vez hubo exclamaciones mientras se lo leía, pues el testamento hacía largo tiempo que era bien conocido por los miembros del Comité Central. Pero yo interrumpí a Stalin durante la lectura de la correspondencia sobre la cuestión nacional. El episodio no es en sí mismo importante, aunque quizás sea utilizable por los psicólogos para ciertas deducciones.

Lenin era extremadamente parco en sus expresiones y métodos literarios. Llevaba su correspondencia con los colaboradores más afines en un lenguaje telegráfico. La forma de dirigirse era siempre el último nombre de aquel a quien se refería, con la letra “T” (tovarish: camarada) y la firma era: Lenin. Las explicaciones complicadas quedaban reemplazadas por un doble o triple subrayado de palabras separadas, signos de admiración, etc. Todos conocíamos las peculiaridades de Lenin, y por eso hasta el más mínimo apartamiento de su lacónica forma llamaba la atención.

Al enviar su carta sobre la cuestión nacional, Lenin me escribió el 5 de marzo: “Estimado camarada Trotsky: Urjo de usted quiera asumir la defensa de la cuestión de Georgia en el Comité Central del partido. El asunto se halla actualmente ‘en marcha’ en manos de Stalin y Dzarjinsky y yo no puedo confiar en su imparcialidad. Todo lo contrario. Si usted no está de acuerdo conmigo en asumir su defensa, devuélvame todos los documentos. Considerare esto como una seña de su desacuerdo. Con los mejores saludos de camaradería, Lenin, 5 de marzo de 1923” .

El contenido y el tono de esa nota, dictada por Lenin en los últimos días de su vida política, fueron para Stalin no menos penosos que su testamento. ¿Una carencia de “imparcialidad” no implica, en verdad, una idéntica falta de lealtad? Lo que menos demuestra la esquela es confianza hacia Stalin –“todo lo contrario”–; lo que subraya es la confianza que pone en mí. Había a mano, pues, una confirmación de la unión tácita entre Lenin y yo contra Stalin y su fracción. Stalin apenas podía controlarse du­rante la lectura. Cuando llegó a la firma vaciló: “Con los mejores saludos de camaradería”. Esto era demasiado demostrativo en la pluma de Lenin. Stalin leyó: “Con saludos comunistas”. Lo cual sonaba más seca y oficial­mente. En ese momento pregunté: “¿Cómo está escrito?” Stalin se vio obligado, no sin turbación, a leer el auténtico texto de Lenin. Algunos amigos de Stalin exclamaron que yo sutilizaba detalles, aunque sólo reclamaba una verificación del texto. La pequeña incidencia causó impresión. Se habló de ella entre los dirigentes del partido. Radek, que por entonces era miembro del Comité Central, se enteró de ello por otros en el plenario, y creo que fue por mi boca. Cinco años más tarde, cuando se hallaba de parte de Stalin, su flexible memoria lo ayudó a tergiversar este epi­sodio, que suscitó la referencia tan útil como errónea de Ludwig. Aun cuando Lenin no hallara razones, como hemos visto, para declarar en su testamento que mi pasa­do no bolchevique “no era accidental”, estoy dispuesto a aceptar esta fórmula por propia decisión. En el mundo espiritual la ley de casualidades es tan inflexible como en el mundo físico. En este sentido general mi órbita políti­ca no fue, por supuesto, “accidental”, como tampoco lo fue el hecho de que yo adhiriera al bolchevismo. El pro­blema de la seriedad y permanencia de mi adhesión al bolchevismo no puede ser resuelto por un mero examen cronológico ni por hipótesis de psicología literaria. Se ne­cesita un análisis teórico y político. Y éste es, por descon­tado, un tema demasiado amplio y está completamente fuera del marco del presente ensayo. Para nuestro propó­sito basta decir que Lenin, al describir la conducta políti­ca de Zinoviev y Kamenev en 1917 como “no accidental” no hacía una referencia filosófica a las leyes del determinismo, sino una advertencia política para el futuro. Pre­cisamente por esta razón Radek juzgó necesario, por in­termedio de Ludwig, transferir a mí la advertencia de Zinoviev y Kamenev.

Recordaremos los puntos principales de la cuestión. De 1917 a 1924 nunca se habló una palabra del supuesto contraste entre “trotskismo” y leninismo. En ese perío­do ocurrieron la Revolución de Octubre, la guerra civil, la organización del estado soviético, la creación del ejér­cito rojo, la elaboración del programa del partido, la formación de la Internacional Comunista , de sus núcleos, y la publicación de sus documentos fundamentales. Des­pués del alejamiento de Lenin de su trabajo se produjeron serias divergencias en el núcleo del Comité Central. En 1924 el espectro del “trotskismo” –después de una cuidadosa preparación tras las bambalinas– fue puesto en escena. Toda la lucha interior del partido se llevó desde entonces dentro del marco de una contradicción entre trotskismo y leninismo. En otros términos, los desacuer­dos entre los epígonos y yo creados por nuevas tareas y nuevas circunstancias fueron presentados como una con­tinuación de mis pasados desacuerdos con Lenin. El tema dio origen a una vasta literatura. Sus tiradores más certeros fueron siempre Zinoviev y Kamenev. En su condición de viejos y cercanos colaboradores de Lenin pusieron a la “vieja guardia bolchevique” contra el trotskismo. Pero bajo la presión de profundos procesos sociales el grupo quedó aislado. Zinoviev y Kamenev se vieron personal­mente obligados a admitir que los llamados “trotskis­tas” habían tenido razón en todas las cuestiones funda­mentales. Millares de viejos bolcheviques adhirieron al trotskismo.

En el plenario de julio de 1926, Zinoviev anunció que la lucha contra mí había sido el mayor error de su vida, “más peligroso que el de 1917” . Orjonikidze no estuvo del todo equivocado al decirle desde su asiento: “¿Por qué confundió usted a todo el partido?”. A tan escabro­sa pregunta Zinoviev no dio una contestación explícita. Pero encontró una explicación no oficial en la conferen­cia de la oposición de octubre de 1926, “Deben ustedes comprender –dijo en mi presencia a sus amigos más ínti­mos, algunos obreros de Leningrado que creían sincera­mente en la leyenda del trotskismo– que se trataba de una lucha por el poder. Toda la cuestión consistía en re­lacionar los viejos desacuerdos con los nuevos problemas. El trotskismo fue inventado con ese fin...”

Durante los dos años de su permanencia en la oposición, Zinoviev y Kamenev expusieron íntegramente el fondo del mecanismo del precedente período, cuando con Stalin crearon la leyenda del “trotskismo” por me­dios conspirativos. Un año más tarde, cuando se vio con toda claridad que la oposición se vería obligada a nadar durante largo tiempo y de firme contra la corriente, Zino­viev y Kamenev se entregaron a merced del vencedor. Como primera condición de su rehabilitación ante el par­tido se les exigió que reeditaran la leyenda del trotskismo. Aceptaron. Con ese motivo decidí reforzar sus propias declaraciones anteriores con una serie de autorizados testimonios. Fue Radek, no otro que Radek, quien pro­porcionó la siguiente prueba escrita: “Yo estuve presente en una conversación de Kamenev con el propósito de que éste declarara ante el pleno del Comité Central cómo ellos (es decir, Zinoviev y Kamenev), junto con Stalin, decidie­ron utilizar los viejos desacuerdos entre Lenin y Trotsky para después de la muerte del primero separar al segundo de la dirección del partido. Sin embargo, varias veces he oído de labios de Zinoviev y Kamenev que ellos ‘inven­taron’ el trotskismo en forma de una consigna actual. Radek, 25 de diciembre de 1927” .

Idénticos testimonios asentaron por escrito por Preobrachesky, Piatakov, Rakovsky y Eltzin. Piatakov, después director del banco del Estado, ratificó el testimonio de Zinoviev con las siguientes palabras: “El trotskismo fue concebido para reemplazar los actuales desacuerdos por otros supuestos, esto es, por divergencias del pasado ca­rentes hoy de significación, pero artificialmente galvani­zadas con el propósito ya expresado”. Es suficientemen­te claro, ¿verdad? “Nadie –escribía V. Eltzin, representa­tivo de la generación más joven–, ni uno solo de los ‘zinovievistas’ presentes hizo objeción alguna. Todos ellos aceptaron esa declaración como un hecho generalmente conocido.”

El testimonio recién citado de Radek fue ofrecido el 25 de diciembre de 1927. Pocas semanas después estaba ya en el exilio, y meses más tarde, sobre el meridiano de Tomski, se había convencido de la justeza de la política de Stalin, cosa que no se le había revelado antes en Moscú. Pero también de Radek los dioses exigieron como condi­ción sine qua non una aceptación de la realidad de esta misma leyenda del trotskismo. Después de haberlo acep­tado, Radek no tuvo más remedio que dejar que se repi­tiese la vieja fórmula de Zinoviev, que éste mismo había hecho pública en 1926 para volver a ella en 1928. Pero Radek ha ido más lejos. En una conversación con un crédulo extranjero ha enmendado el testamento de Lenin para tratar de hallar un apoyo a la leyenda de los epígo­nos sobre el “trotskismo”.

De esta breve reseña histórica, que se apoya exclusiva­mente en datos documentados, es dable deducir varias conclusiones. Una es que la revolución es un proceso austero y no se cuida de las vértebras humanas.

El posterior desarrollo de los acontecimientos en el Kremlin y en la Unión Soviética no lo determinó un solo documento, aun cuando fuera el testamento de Lenin, sino causas históricas de una importancia mucho mayor. La reacción política, después de los enormes esfuerzos de los años de insurrección y guerra civil, era inevitable. El concepto de reacción debe ser aquí estrictamente diferenciado del concepto de contrarrevolución. La reacción no implica necesariamente un trastrueque social, vale decir, la transferencia del poder de una clase a otra. Hasta el zarismo tuvo sus períodos de reformas progresivas y de reacción. Los métodos y la orientación de la clase gobernante varían con arreglo a las circunstancias. Esto es verdad también para la clase obrera. La presión de la pequeña burguesía sobre el proletariado, fatigado de la agitación, impone una reanimación de las tendencias pequeño-burguesas en el propio proletariado y una profunda reacción de los círculos dirigentes de los cuales se elevó al poder del aparato burocrático de hoy encabezado por Stalin.

Las cualidades que Lenin apreciaba de Stalin –firmeza de carácter y astucia– continuaron siendo, por supuesto, las mismas. Pero hallaron un nuevo campo de acción y un nuevo punto de aplicación. Los rasgos que en el pasado habían significado un minus (valor negativo) en la persona de Stalin –estreches de miras, falta de imaginación creadora, empirismo– tenían ahora una significación importante y efectiva en el más alto grado. Ellas les permitieron a Stalin convertirse en el instrumento semiconsciente de la burocracia soviética, e impulsaron a la burocracia a ver en el su líder inspirador. Estos años de lucha entre los dirigentes del partido bolchevique han demostrado, sin duda alguna, que bajo las condiciones de esta nueva fase de la revolución, Stalin ha llevado a sus límites extremos los mismos rasgos esenciales de su carácter político contra los que Lenin llevó, en el último período de vida, una lucha infatigable. Pero esta cuestión, que aún hoy sigue siendo problema central de la política soviética, nos llevaría más allá de los límites de nuestro tema histórico.

Muchos años han pasado sobre los acontecimientos que acabamos de relatar. Si hace diez años se pusieron en acción factores mucho más poderosos que el consejo de Lenin, sería extremadamente ingenuo apelar ahora al testamento como documento político eficaz. La lucha internacional entre los dos núcleos que surgieron del bolchevismo hace ya mucho tiempo que superó los límites de los destinos individuales. La carta de Lenin, conocida con el nombre de testamento, tendrá de aquí en adelante un interés principalmente histórico. Pero la historia, podemos aventurarnos a pensar, también tiene sus derechos, los cuales, por otra parte, no siempre choca con los intereses políticos. La más elemental de las exigencias científicas –establecer correctamente los hechos y verificar los rumores con documentos– puede por lo menos ser recomendada por igual a políticos e historiadores. Y esta exigencia bien puede extenderse a los psicólogos.



León Trotsky





1. El Testamento de Lenin. Yunque Editora, 1973. Digitalización de Apuntes Socialistas Revolucionarios.

2. Emil Ludwig (1881-1948): escritor alemán, autor de novelas y biografías, entrevistó a Stalin el 13 de diciembre de 1931; el texto aparece en el Tomo 13 de las Obras de Stalin, edición rusa, con el titulo de Conversación con el escritor alemán Emil Ludwig. Cuando Trotsky afirma que las entrevistas con Campbell y Ludwig son esencialmente iguales, se refiere indudablemente a que ambas demuestran una actitud conciliadora hacia el capitalismo estadounidense. Ludwig, que posteriormente escribió una biografía de Stalin, ya había entrevistado a Trotsky (Living Age, 15 de febrero de 1930).

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