Aunque los sucesos de Libia son parte de la marea que azota al Magreb y a varios otros países del espacio árabe, sus dinámicas no son idénticas. Ni obtendrán, necesariamente, los mismos resultados. Pero las horas de Khadafy en el poder parecen contadas.
Por Ricardo López Dusil
Si las lecciones de la historia reciente han servido de estímulo al pueblo libio para emular las exitosas revueltas de Túnez y Egipto, también han sido útiles para el gobierno de Trípoli, que habrá aprendido que la represión relativamente contenida de las protestas, acompañada de promesas de cambio, no iba a calmar la sed de sus sedientos. El coronel Muammar al - Khadafy ejecuta por estas horas una estrategia brutalmente expeditiva: la del aplastamiento sin miramientos de la disidencia. Condenas retóricas aparte, es previsible que varios gobiernos de la región deben de estar complacidos por el mensaje que les estará llegando a sus descontentos. La especulación no excluye, por supuesto, a varios de los "indignados" países occidentales, siempre proclives a dejar de sostener a dictadores solo en el momento en que no les son útiles. Es una obviedad, pero no deja de ser curioso que algunos de los primeros países en horrorizarse por la violencia en Libia han sido sus proveedores de armas.
Aunque los sucesos de Libia son parte de la marea que azota al Magreb y a varios otros países del espacio árabe, sus dinámicas no son idénticas. Ni obtendrán, necesariamente, los mismos resultados.
El relativo aislamiento internacional de Libia concede a su gobierno mayor flexibilidad a la hora de hacer frente a las protestas y son escasas las represalias externas que puedan hacer mella en su voluntad. La capacidad del primer mundo en influir en él es notoriamente inferior a la que podía ejercer en el ejército egipcio, la elite tunecina o las familias reales de Bahrein y Arabia Saudita, por citar algunas de las naciones actualmente en convulsión o a punto de estarlo.
Las inversiones extranjeras en estos países tenían mejores posibilidades de huir hasta que amainara, pero en el caso de Libia no es tan sencillo: buena parte de los acuerdos del gobierno de Khadafy con los países desarrollados han estado limitados a la inversión directa ligada a los recursos, difícil de retraer inmediatamente sin obtener grandes pérdidas.
Libia puede sobrevivir sin el petróleo que requieren las grandes capitales, pero su dependencia es total de los países productores de alimentos, que no son precisamente los que tienen mayor capacidad de condicionar los asuntos de su política doméstica. La explotación petrolera, paradójicamente, le proporcionó ingentes recursos pero al mismo tiempo destruyó su suelo, mayoritariamente desértico, lo que llevó a importar el 75% de los alimentos que consume la población.
Aunque Libia ocupa el primer puesto en el índice de desarrollo humano de África, su desocupación (del 30%) es una bomba de relojería difícil de desactivar, si se tiene en cuenta que la industria petrolera, aunque muy importante como generadora de recursos, requiere de escasa mano de obra para su funcionamiento.
Pese a que es indiscutible la importancia estratégica de Libia -como productor de hidrocarburos y policía de fronteras para impedir el paso de desesperados emigrantes africanos que buscan un mejor destino en Europa-, no tiene ni cerca la dimensión de la de Egipto, Arabia Saudita o inclusive Túnez. Mientras fue un Estado paria -recién en 2006 las Naciones Unidas le levantaron las sanciones y Estados Unidos su bloqueo económico-, Libia demostró que había vida más allá de los dictados de Occidente.
Esto indica que la forma en que transcurran los eventos en Libia depende mucho más de los factores políticos internos que de la influencia exterior.
Otro rasgo distintivo en relación con los sucesos en Túnez y Egipto es que en Libia la revuelta no parece estar librada por una muchedumbre espontánea y desorganizada. La capacidad de los opositores de apoderarse de posiciones estratégicas (aeropuertos, oficinas gubernamentales) podría estar indicando la presencia entre los revolucionarios de sectores militares o milicias más o menos organizadas. En esa dirección, seguramente, iba el mensaje del hijo del coronel, Saif al Islam (la "espada del Islam", en árabe), cuando hizo referencia a un complot que conduciría a la guerra civil.
La estructura tribal de la sociedad, originariamente nómada, ha permitido la supervivencia de liderazgos poderosos que pueden hacerle frente al hasta ahora poder absoluto del líder libio. De hecho, dos de estas tribus -Al-Zuwayya y Warfalla, esta última la más grande del país- ya le dieron la espalda. Esta pérdida, junto con la de algunos de sus funcionarios y algunos cuadros, son fisuras por las que las aguas de la revuelta comienzan a fluir. El mensaje de la Liga Árabe, que excluyó a Libia de su seno en repudio de la represión de su gobierno, no es necesariamente una declaración de principios. Ese pragmatismo también es indicio de que las horas de Khadafy en el poder estarían contadas.
Aunque los sucesos de Libia son parte de la marea que azota al Magreb y a varios otros países del espacio árabe, sus dinámicas no son idénticas. Ni obtendrán, necesariamente, los mismos resultados.
El relativo aislamiento internacional de Libia concede a su gobierno mayor flexibilidad a la hora de hacer frente a las protestas y son escasas las represalias externas que puedan hacer mella en su voluntad. La capacidad del primer mundo en influir en él es notoriamente inferior a la que podía ejercer en el ejército egipcio, la elite tunecina o las familias reales de Bahrein y Arabia Saudita, por citar algunas de las naciones actualmente en convulsión o a punto de estarlo.
Las inversiones extranjeras en estos países tenían mejores posibilidades de huir hasta que amainara, pero en el caso de Libia no es tan sencillo: buena parte de los acuerdos del gobierno de Khadafy con los países desarrollados han estado limitados a la inversión directa ligada a los recursos, difícil de retraer inmediatamente sin obtener grandes pérdidas.
Libia puede sobrevivir sin el petróleo que requieren las grandes capitales, pero su dependencia es total de los países productores de alimentos, que no son precisamente los que tienen mayor capacidad de condicionar los asuntos de su política doméstica. La explotación petrolera, paradójicamente, le proporcionó ingentes recursos pero al mismo tiempo destruyó su suelo, mayoritariamente desértico, lo que llevó a importar el 75% de los alimentos que consume la población.
Aunque Libia ocupa el primer puesto en el índice de desarrollo humano de África, su desocupación (del 30%) es una bomba de relojería difícil de desactivar, si se tiene en cuenta que la industria petrolera, aunque muy importante como generadora de recursos, requiere de escasa mano de obra para su funcionamiento.
Pese a que es indiscutible la importancia estratégica de Libia -como productor de hidrocarburos y policía de fronteras para impedir el paso de desesperados emigrantes africanos que buscan un mejor destino en Europa-, no tiene ni cerca la dimensión de la de Egipto, Arabia Saudita o inclusive Túnez. Mientras fue un Estado paria -recién en 2006 las Naciones Unidas le levantaron las sanciones y Estados Unidos su bloqueo económico-, Libia demostró que había vida más allá de los dictados de Occidente.
Esto indica que la forma en que transcurran los eventos en Libia depende mucho más de los factores políticos internos que de la influencia exterior.
Otro rasgo distintivo en relación con los sucesos en Túnez y Egipto es que en Libia la revuelta no parece estar librada por una muchedumbre espontánea y desorganizada. La capacidad de los opositores de apoderarse de posiciones estratégicas (aeropuertos, oficinas gubernamentales) podría estar indicando la presencia entre los revolucionarios de sectores militares o milicias más o menos organizadas. En esa dirección, seguramente, iba el mensaje del hijo del coronel, Saif al Islam (la "espada del Islam", en árabe), cuando hizo referencia a un complot que conduciría a la guerra civil.
La estructura tribal de la sociedad, originariamente nómada, ha permitido la supervivencia de liderazgos poderosos que pueden hacerle frente al hasta ahora poder absoluto del líder libio. De hecho, dos de estas tribus -Al-Zuwayya y Warfalla, esta última la más grande del país- ya le dieron la espalda. Esta pérdida, junto con la de algunos de sus funcionarios y algunos cuadros, son fisuras por las que las aguas de la revuelta comienzan a fluir. El mensaje de la Liga Árabe, que excluyó a Libia de su seno en repudio de la represión de su gobierno, no es necesariamente una declaración de principios. Ese pragmatismo también es indicio de que las horas de Khadafy en el poder estarían contadas.
La fuente: Ricardo López Dusil es el director periodístico de elcorresponsal.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario